El Mar de los Sargazos
no es exactamente como los países de los hombres.
Tampoco es un reino,
ni una sumergida dinastía.
No se registra, en su tiempo, un gobierno de tiranos.
Sus habitantes no han oído jamás el tambor
que precede las marchas forzadas de los invasores.
Es, en todo caso, una convivencia de múltiples seres.
Un mundo general
que no conoce el contrasentido
de destruir y destruirse.
Una llamarada intacta,
un flamear desde sus orígenes.
¿Quién dirige esta armonía?
¿Qué rige lo versátil de su transcurrir?
¿Fueron los líquenes, el ala,
la flor de aire o los mamíferos marinos
quienes dibujaron sus límites?
¿Cómo se construyeron los canales acuosos y sus cascadas,
los oblícuos graneros y los reservorios de musgos?
¿Qué imprimió la velocidad del pez
y los imperceptibles movimientos del caracol?
¿Cómo puede volar aquí una lechuza,
como si el agua se transformara, a su paso,
en una luz surcada en la ilusión de lo alcanzable?
En un instante de su historia,
como si el planeta se hubiese reacomodado,
un hundimiento devastó
lo que hasta entonces se había construido
y todo sufrió la sacudida.
En el Libro de los Ingratos Días
está escrito este cataclismo de miedo y desconcierto.
Es a partir de aquella desolación
que todos los habitantes del Mar
acordaron fundar el Consejo de los Espejos:
una delegación de autoridad a cien ciudadanos
para reordenar el caos y armonizar las turbulencias.
De los cien, se elegía a uno por año para presidirlo.
Pero no era un poder en la cúspide,
sino un desprendimiento, una noble tarea,
un recorrer, un servir a las demás vidas.
El Consejo de los Espejos
dirigió la construcción de Sargonia:
su destellante capital.
no es exactamente como los países de los hombres.
Tampoco es un reino,
ni una sumergida dinastía.
No se registra, en su tiempo, un gobierno de tiranos.
Sus habitantes no han oído jamás el tambor
que precede las marchas forzadas de los invasores.
Es, en todo caso, una convivencia de múltiples seres.
Un mundo general
que no conoce el contrasentido
de destruir y destruirse.
Una llamarada intacta,
un flamear desde sus orígenes.
¿Quién dirige esta armonía?
¿Qué rige lo versátil de su transcurrir?
¿Fueron los líquenes, el ala,
la flor de aire o los mamíferos marinos
quienes dibujaron sus límites?
¿Cómo se construyeron los canales acuosos y sus cascadas,
los oblícuos graneros y los reservorios de musgos?
¿Qué imprimió la velocidad del pez
y los imperceptibles movimientos del caracol?
¿Cómo puede volar aquí una lechuza,
como si el agua se transformara, a su paso,
en una luz surcada en la ilusión de lo alcanzable?
En un instante de su historia,
como si el planeta se hubiese reacomodado,
un hundimiento devastó
lo que hasta entonces se había construido
y todo sufrió la sacudida.
En el Libro de los Ingratos Días
está escrito este cataclismo de miedo y desconcierto.
Es a partir de aquella desolación
que todos los habitantes del Mar
acordaron fundar el Consejo de los Espejos:
una delegación de autoridad a cien ciudadanos
para reordenar el caos y armonizar las turbulencias.
De los cien, se elegía a uno por año para presidirlo.
Pero no era un poder en la cúspide,
sino un desprendimiento, una noble tarea,
un recorrer, un servir a las demás vidas.
El Consejo de los Espejos
dirigió la construcción de Sargonia:
su destellante capital.
Aut.:Manuel Orestes Nieto
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